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una bata verde, semejante a un vestido turco, con botones de una especie de jaspe y ojales de oro, plata y seda, según la dignidad de las personas.

Apenas habíamos dado algunos pasos sobre la costa, rodeados de una turba de aquellos hombres hermosísimos que nos anunciaban toda prosperidad, vimos ilegar un señor cuyo aire majestuoso infundía respeto, acompañado de seis hijos y cuatro hijas tan sumamente hermosos que su vista borraba cuanto acabábamos de admirar. Era el gobernador de la ciudad, su nombre Zidi-Marabet. Nos saludó con agrado, y nos dijo en buen francés que el rey le había ordenado que nos tratase como a buenos amigos. Habló aparte algunas palabras a Sermodas, y después nos condujo a su palacio, construído de mármol blanco y negro, de tal arquitectura que en su comparación aun el de Sporunda no era nada.

La ciudad está situada sobre las márgenes del río y compuesta de seis grandes calles en simetría, que todas guían al puerto. La mayor parte de las casas me pareció ser de mármol, y cubiertas de una cierta materia que casi no se diferencia del oro bruñido, principalmente cuando los rayos del sol brillan sobre ella. Pero no hay ninguna que pueda competir, ni por la hermosura ni por el grandor, con la de ZidiMarabet. Se llega a ella por una deliciosa calle de árboles que despiden un olor muy agradable. Alrededor del palacio y sus jardines se extienden dos canales profundos, adonde han sabido llevar las aguas del río, y están llenos de peces exquisitos. El interior del palacio coresponde con el buen gusto do su exterior. Los muebles, las tapicerías, todo es oro y seda, y aun execde mucho a la materia la delicadeza del trabajo.

En este bello sitio fué donde pasamos los siete días que la respuesta del rey, relativa a nosotros, tardó en llegar; sin que olvidasen nada de cuanto podía