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fernal. Entonces ¡ qué valor da el miedo! le envainé i la mano hasta la garganta, le arranqué con esfuerzo la lengua, y se la eché a toda aquella tropa de animales feroces que nos rodeaban, con la que se entretuvieron, dándome tiempo de escapar, si no es un solo oso que me persiguió, aunque no me dió mucho cuidado. Mi desgracia fué que, al mirar atrás, tropecé en una piedra que me hizo cacr, y pasando por encima de mí el oso, yo me creí perdido, y me encomendé fervorosamente al Cielo, aguardando el fatal momento de mi muerte. Por un efecto de la Divina Providencia, nuestra gente, que había oído los aullidos tan fuertes de aquellas fieras, había tomado las armas para defendernos y cayó sobre el oso antes que él pudiese volver sobre mí. Animado con su presencia, me levanté, tomé la espada de uno de mis compañeros, que llevaba un fusil y le atravesé el corazón al animal. Esto fué como un presagio de nuestra victoria : todos los demás se arrojaron a nuestros enemigos, matando algunos de ellos, entre los cuales notamos una susa con scis cuernos semejantes a los de un toro y en fuerzas no le cedía.

Sin embargo, el triunfo nos costó caro, pues diferentes sporundanos quedaron heridos en este encuentro, aunque ninguno de muerte, de manera que pudimos sentarnos alegremente a la mesa después de haber dado gracias al Čielo cada uno a su modo. Para colmo de nuestra dicha, dormimos muy bien, y con las hojas de cierto árbol que crece en las inmediaciones logramos un pronto alivio y una curación milagrosa, sin la cual no hubiéramos podido entrar en el reino de los verarambos, donde no es admitido jamás ningún herido ni enfermo. Pero a la mañana siguiente ya nos hallamos hábiles para pasar el río sin incomodidad ni recelo de ser mal recibidos.