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tinadamente; pero, volviéndose el león en la carrera, hizo huir al oso. Llega al campo de batalla, donde había quedado el otro enemigo con una pata rota muy maltrecho, para comerse el gamo a su vista, y el osc fugitivo no le da lugar. Carga sobre él con nuevas fuerzas y un furor desmedido, y levantándose el cojo arrastrando, o como pudo, no tuvo otro arbitrio el león que el de escapar con un pedazo del gamo en la boca, dejándoles celebrar su ración con descanso.Llegamos antes de anochecer a unas montañas que llaman Sporakas, montañas de una altura inmensa, a que apenas es comparable el Fico de Tenerife, y cuya cumbre está siempre cubierta de nieve a pesar del ardor del clima. Caminábamos por ellas, cuando me pareció oir un ruido como de trompas y bocinas, que me obligó a preguntar a Sermodas, no sin algún sobresalto, si había riesgos de enemigos. La pregunta le hizo sonreír y a los sporvianos, pero me respondió prontamente: -No, no tenéis que temer. Jamás turbó conquistador ni usurpador alguno el sosiego de este reino desde el diluvio acá, del cual, para decirlo de paso, ningún pueblo de los que viven en Europa tiene mejores memorias que nosotros. Es verdad que han hecho algunas tentativas en nuestras fronteras, pero siempre con mal éxito. Nosotros no estamos sujetos a las pasiones desordenadas de otros hombros, y si alguno diera indicios de este espíritu de ambición tiránica que hace vuestros héroes, no tardaría más en salir desterrado para siempre del reino.

Seguidamente me declaró que aquel ruido que había percibido era de una catarata inmediata.

Al acabar este discurso nos hallamos en una roca en que la Naturaleza había formado diferentes aposentes, y entre ellos uno cuyo extraordinario resplandor me deslumbró. Cualquiera diría que era la morada del sol durante la noche. Sermodas me hizo ob-