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Pero volviendo a Cola, no era de extrañar que Sermodas se detuviese en ella y nos detuviese tanto tiempo a todos, siendo la última ciudad de los sporundanos, donde todos los viajeros hacen descanso para recibir los favores sencillos e inocentes del trato de las damas, que no les es permitido luego que entran en territorio de los sevaramibos, por no conformarse esta condescendencia ni con la austeridad de aquellos pueblos ni con la naturaleza del clima.

Finalmente, al cabo de tres días, ordenó lo necesario para que pasásemos las montañas, donde deseábamos con impaciencia vernos. Los animales que habían de tirar de nuestros carruajes eran bastante semejantes a los unicornios que están sosteniendo las armas de Inglaterra. Son vivos, firmes de pies, y la industria de los habitantes hace de ellos cuanto nosotros podemos exigir de los mejores caballos, sin más que tirar de cierta manera de un cordón de seda para que aceleren el paso o ya para dirigirlos adonde se quiere. Así todo dispuesto, comimos y nos despedimos de nuestros favorecedores no con poco sentimiento.

No nos babíaruos apartado mucho de la ciudad, cuando descubrimos en los valles incultos que deminábamos una multitud de fieras que combatían por arrebatarse la presa las unas a las otras. No tuvimos en esto otro placer que el de vernos seguros de su alcance, aunque sus terribles aullidos no dejaban de turbárnosle alguna vez. Con todo, hicimos alto en un paraje distante casi media legua, para observar uno de estos combates, y presenciamos el de dos osos que desgarraban entre sus uñas un gamo que habían Cazado. Llegó un león, y mientras uno de los osos luchaba con él, el otro guardaba la presa bien afianzada, hasta que, vicndo a su compañero en grave aprieto, tuvo que acudir en su socorro. Atacó al león con tal fuerza que le hizo huir, persiguiéndole obs-