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sas de campo y los deliciosos jardines del contorno, cuya situación y grandeza no son comparables con nada de lo que he visto de esta especie en Europa; mas lo que divirtió extraordinariamente a nuestra gente fué la caza del avestruz, que se hace de la manera siguiente: Tienen unos perrillos bastante parecidos a nuestros podencos. Los llevan apareados hasta el sitio en que están guarecidos los avestruces, donde los sueltan a la señal de una especie de bocina, y apenas descubren la presa se dispersan por uno y otro lado, hasta que los cercan: corren todos sin cesar, porque el avestruz tiene las alas muy cortas para poder volar, y cuando los ven cansados los embisten, el pájaro se defiende con el pico y las uñas, trastorna a su enemigo, vuelve éste sobre aquél, y confundidos los unos con los otros, como si estuviesen todos locos, ofrecen el más divertido espectáculo. Al fin, el pobre avestruz, rendido, viendo que no puede salvarse a la carrera porque el perro le detiene, se esfuerza a querer volar; con esto acaba de perder su vigor y cae como muerto. Los perros se echan sobre él, pero el cazador acude al instante, y se lo quita de entre las manos para ponerlo en un cajón, donde recobra sus fuerzas y lo vuelve a echar al campo.

La inocencia de esta diversión me hizo verla con un gusto inalterable, pues ni los avestruces i les perros recibieron mucho daño; pero en mi país natal no puedo menos de confesar que si alguna vez he salido a caza, aun no bien ha anunciado la bocina la muerte del ciervo, cuando un dolor secreto se ha apoderado de mi corazón, compadecido de la suerte de aquel noble animal. Me he puesto a reflexionar varias veces sobre la barbarie que nos inclina a un espectáculo que debe acabar con una muerte, y yo estaré siempre por aquellas diversiones que no principien por sublevar el ánimo.