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dor, desde donde continuamos nuestro camino hasta un templo magnífico en que debía solemnizarse la ceremonia. Lo primero que admiramos fué una larga fila de jóvenes de ambos sexos, tan gallardos ellos como ellas hermosas. Aquéllos llevaban coronas de laurel, y éstas guirnaldas de flores que perfumaban toda la inmediación. Lo restante del templo estaba cubierto con un gran velo de seda; y mientras se presentaba otro objeto do consideración, nos divertimos en observar las particularidades del lugar. Al fin, rompió una orquesta de armoniosos instrumentos, al mismo tiempo quo cerrándose todas las ventanas, fué reemplazada la luz por un sinnúmero de cirios de cera. Corrióse la cortina, y apareció un altar de exquisita arquitectura adornado de filetes dorados, y delante de él un globo de cristal que le iluminaba, pendiente de la bóveda. En el fondo del altar había una estatua de mujer, alimentando por diferentes pechos a igual número de tiernos infantes. Entretanto la música se iba aproximando; entró en el templo, y Albicormas en seguida con sus senadores vestidos suntuosamente. Los sacerdotes salieron a recibirle con el incensario en la mano, cantando tonos sonoros hasta el medio del templo, donde le hicieron tres sumisas reverencias, le condujeron al altar, alli se arrodillaron otras tres veces y se volvieron a sus sillas.

Albicormas me hizo sentar al pie de su trono, y a los míos a uno y otro lado en el mismo orden que habían guardado conmigo, después de lo cual principió la ceremonia. Los ministros sagrados llamaron a los futuros esposos, que se dividieron al llegar al altar, los mancebos a la derecha y las vírgenes a la izquierda. Entonces el Gran Sacerdote subió a un pequeño trono, desde donde hizo una corta oración, y acabada se presentaron varios sacerdotes con un incensario, cuyo fuego había sido encendido a los rayos