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para aquellos que quiere recompensar con una gracia singular. Se hace esta ceremonia en el salón de audiencias de Su Majestad, donde, presentándose los candidatos, han de dar forzosamente una prueba tal de su habilidad que no he visto cosa que se le parezca en ningún otro país del antiguo ni del nuevo mundo.

El emperador tiene un bastón con los dos extremos paralelos al horizonte; algunas veces toina el primer ministro un extremo, y a veces lo tiene éste solo. Llegan los concurrentes uno a uno, y van saltando por encima. Aquel que muestra mejor acierto, agilidad y ligereza es premiado con la seda carmesí: el segundo con la amarilla, y el tercero con la blanca. Cada uno se hace un cinturón de la suya, y después llevan siempre este distintivo, que a más de darles honor, les inspira una orgullo generoso.

Queriendo divertirse el emperador conmigo de un modo bastante original, ordenó que se pusicsen sobre las armas todas las tropas que guarnecian la capital y sus inmediaciones; y habiéndome mandado poner en pie, como si fuera un coloso, abiertas las piernas todo cuanto me fuese posible, sin que resultara daño, dió orden a su general, soldado viejo muy experimentado, de que formase aquella parte de su ejército en columna con la proporción de veinticuatro hombres de frente en la infantería y diez y seis en la caballería, y que así desfilasen marchando por entre mis piernas, con las armas al hombro, despiegadas las banderas, y tambor batiente. Era un cuerpo de tres mil infantes, y mil caballos. Su Majestad había impuesto pena de la vida al soldado que no observase la mayor compostura y moderación con respecto a mi persona; pero como en la oficialidad había muchos jóvenes, y a la verdad mi ropa estaba bastante estropeada, no faltaron curiosos que me miraban, y no podían marchar de risa.