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a su cabeza y Bonascar detrás. En este orden atrave samos muchas calles hasta llegar al palacio, cuya fábrica admiramos, no tanto por la calidad del mármol blanco y negro como por su pulimento extraordinario que nos hizo tenerle por nuevo, siendo así que tenía muchos años. La puerta estaba adornada de varias estatuas de bronce de un trabajo maravilloso, y a cada lado había una larga fila de mosqueteros con casacas azules que les caían hasta el tobillo. Adentro nos vimos en medio de otra igual formación de guardias, vestidos de encarnado y armados de lanzas. Alli nos mandaron hacer alto, y al cabo de un cuarto de hora oímos la armonía de diferentes instrumentos militares que nos daban la señal de continuar nuestra marcha. Pasamos todavía otra puerta para llegar a un patio espacioso de mármol negro, decorado también de estatuas en sus nichos, que eran otros tantos primores del arte, y en él estaban como unos cien hombres con batas negras, todos de más edad que los que habíamos visto antes. Esperamos un instante, y llegaron dos de semblante grave vestidos como los otros, pero con la diferencia de que pendia de la espalda una banda de tela de oro semejante a nuestro cendal de Europa, y mandaron Sermodas que nos introdujese a la audiencia del gobernador. Obedeció inmediatamente haciéndonos subir por una escalera de mármol con los pasamanos dorados, que iba a dar a una gran sala adornada de pinturas excelentes; seguían otras dos o tres cuya magnificencia y gusto no es fácil explicar. En la última, y su testera, estaba un trono en que presidía un venerable personaje a otros que estaban a sus lados, todos en un silencio tan profundo que dudamos si eran estatuas. Yadeja comprender que aquél era el gobernador. Tenía una bata de púrpura, y sus consejeros, o los que tuvimos por tales, estaban vestidos como los dos que dieron la orden a Sermodas. Al entrar, hicimos una re-