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nos remolcaron sobre el lago hasta poco antes de las dos de la tarde, que advertimos se iba estrechando cada vez más entre dos costas de un país deliciosísimo. Al cabo de otra legua nos hallamos en un río que guarnecían por ambas márgenes dos murallas hasta Sporunda, ciudad situada poco más o menos como Coblenza, sobre la confluencia de dos ríos.

»Nos detuvimos en el puerto, donde había un concurso extraordinario de sporundanos, por noticia que había dado un barquichuelo. Cashida fué el primero que puso pie en tierra, y estuvo hablando algún tiempo con unas personas venerables, vestidas de negro, tras lo cual hizo señal a Bonascar de que desembar cásemos. Así lo ejecutamos, principiando a saludar desde luego a aquellos señores, cuyo jefe me abrazó, me besó en la frente y me dió el parabién de mi arribo a Sporunda.

Nos condujeron por debajo de una arcada magnífica, y atravesamos después una espaciosa calle para llegar a un soberbio edificio al través de una plaza de arbustos y árboles que habíamos visto ya de lejos. Subimos algunas gradas de mármol, y en fin entramos en una sala cuya brillantez nos pasınó. Había diferentes mesas cubiertas de tapiz muy superior al de Persia, y alrededor muchos personajes vestidos como mi buen amigo Cashida, los cuales nos hicieron varias preguntas por medio de un intérprete, y yo respondí en nombre de todos. De allí pasamos a otra pieza hermosa, donde nos pusieron una cena exquisita aderezada al estilo de Europa. Sermodas, que es el que está descansando en la tienda de mi gene ral, me preguntó si no nos agradaban aquellas viandas. Dijele que hacía tanto tiempo que no veíamos una mesa tan delicada, que sería menester carecer absolutamente de apetito para no aceptarla. El se sonrió de mi expresión, y haciéndome sentar a la cabecera, tomó después asiento con otros dos venera-