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con otro de su gente y un arroganto hombre asido de la mano. En cuanto vi a este extranjero, me acerqué a la orilla del mar a recibirle, donde Morrice me hizo saber en breves palabras que aquel hombre venía dirigido a mí por el gobernador de cierta ciudad distante veinte leguas por encima de la bahía, que los había recibido con mucha humanidad. Concluída su relación, hicimos al enviado una profunda reverencia, que nos volvió de la misma manera, y en seguida, levantando los ojos al cielo, exclamó en buen francés: --Plegue al Poder Eterno, que gobierna el mundo, bendeciros. Plegue al Sol, ministro principal de este Ser, y nuestro glorioso Monarca, derramar sobre vosotros sus benéficas influencias.

Entonces le dijo Morrice que yo era el general.

Inmediatamente me presentó su mano, que iba a besar, pero se opuso con urbanidad, y dándome un abrazo me besó en la frente. Pidióme le llevase a nuestro campo, como ejecuté, y habiendo observado nuestras fortificaciones, manifestó su aprobación, y después me dijo: -Señor, vuestro almirante me ha informado de vuestras aventuras y trabajos, por esto me he arriesgado a ponerme en vuestras manos, persuadido de que no me causaréis la menor violencia. Veo en vuestro exterior que no me ha engañado, ante descansaré en una de vuestras tiendas con perfecta seguridad, si tenéis a bien permitírmelo. Entretanto el señor Morrice os dará cuenta de los sucesos de su viaje.

Le conduje al instante a mi tienda, y volví a buscar a Morrice, cuya relación deseaba oir con impaciencia.