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lo. Tratamos de dedicar estos días al arreglo de nuestra colonia, y establecimos varias leyes para bien de la nueva república.

Pasados cuatro días, que era el término dado al almirante, principiamos a desconfiar de su fortuna, no habiendo uno que no sospechase algún desastre; mas con todo no nos atreviamos a enviar otra chalupa a buscarle, porque no le sucediese otro tanto y quedásemos entonces totalmente perdidos, pues era casi el único auxilio de que dependía nuestra subsistencia, faltándonos la nave de Morrice, sin la cual no podíamos comunicarnos con otro establecimiento que habían formado varios de nuestros cazadores de la parte allá de la bahía. Estas circunstancias nos inquietaban extremadamente. Volvimos a los antiguos apuros. No se veían más que semblantes taciturnos paseándose alrededor del campo con melancólico silencio y pintada sobre su frente la congoja interior.

Ya quiso el Cielo que al duodécimo día, tomando un anteojo para observar el mar, avistase tres chalupas que venían hacia nosotros, entre las cuales distingui la de nuestro almirante. A nueva tan agradable nuestra gente prorrumpió en aclamaciones que nos aturdían; sólo lo que no pudimos conocer fué qué chalupas eran aquellas que le acompañaban. Pero bien pronto sucedió el terror a la alegría, cuando observando todavía el mar, descubrimos hasta diez buques que se acercaban a la costa. Por el pronto, cada uno se creyó muerto o esclavo. Mandé tomar las armas y apuntar el cañón, por si hacían cara a nosotros y estando en esto la flota echó anclas a la inmediación de la costa, dejando a Morrice que se adelantase solo. Desde el instante que llegó á distancia de poder ser oído, nos anunció que no teníamos que temer, que le enviásemos la chalupa para salir a tierra; y así lo hicimos sin detenernos. Entró en ella