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estuvo lloviendo seis semanas continuas con un viento fortísimo: todo indicio de la borrasca que se habla levantado en el mar, no obstante que la bahía no lo anunciaba.

Tampoco la sintió nuestra sementera, antes prometía ciento por uno, quedándonos este consuelo en medio de las fatigas que nos había costado, y no sobraba nada, habiéndose ahuyentado la caza de tal manera que nuestros cazadores no traían ya la cuarta parte que al principio. Esta novedad me obligó a mandar que en adelante no se comiesen carnes sino tres días en la semana, reduciéndonos en los cuatro restantes a los pescados, de que teníamos abundancia. Pero poco después la escasez llegó al apuro, tanto que creímos carecer de ellas enteramente, hasta que determiné enviar una chalupa a reconocer la costa, por si en algún paraje podía encontrarse caza. Volvió al cabo de tres días cargada de bestias monteses, entre las cuales había una especie semejante a nuestros puercos, con la ventaja de ser aún de mejor gusto. El feliz suceso resucitó a nuestra gente, cuyo espiritu había decaído por temor del hambre, y fué su regocijo tan excesivo cuanto lo había sido el desconsuelo.

Morrice nos dijo que en esta última salida había descubierto una isla como de cinco leguas de circuito, a donde se pasaban a nado las bestias monteses de nuestro continente que cuando había desembarcado en ella la primera vez había encontrado rebaños de muchos miles con copioso número de bijuclos y que infería se iban allí cuando estaban en celo. En fin, lleno de esperanzas con el buen éxito de la empresa, me pidió que le permitiese hacer otro viaje al Sudeste, porque tenía seguridad de que había un río hacia aquel punto. Concedíselo y partió con doce hombres y víveres para ocho días, dejándonos con el mayor cuidado de su suerte, que encomendamos al CieGULLIVER.