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İdonde descubrimos otra vez el mar y más arboleda de la misma altura, distantes unas seis millas; de suerte que no nos quedó duda de que el mar formaba allí una vasta bahía entre dos cabos o promontorios.

Su vista nos dió un gusto inmenso. No hubo hombre que no hubiese tenido a dicha encallar en aquel sitio. Despaché al instante tres mensajeros a Morrice, que había quedado del otro lado del bosque, para decirle que doblase el cabo con la brevedad posible, y entre tauto destaqué tres partidas: una que cos tease el mar, otra en busca de agua fresca, y la tercera para que observase lo interior de la comarca. Todos lograron un suceso igual. Los primeros volvieron cargados de ostras y mariscos como los de la noche antecedente. Los segundos anduvieron dos millas inútilmente; mas, al fin, su fatiga fué recompensada con un agua excelente, y en un sitio de cuya hermosura venían enamorados. Los últimos nos trajeron algunas bestias que habían matado junto al arroyo a la linde del bosque.

Tanta fortuna animó nuestro valor, llenándonos de esperanzas lisonjeras. Partimos inmediatamente al nuevo arroyo descubierto por nuestros cazadores, y confieso que jamás vi lugar que tanto me haya agradado. Así, pues, determiné pasar allí la noche y trasladar nuestro campo sin buscar otro sitio mejor. Se encendió fuego para aderezar la cena, y un poco antes de que estuviese dispuesta llegó la demás gente, y cenamos todos con tanta satisfacción como si estuviéramos en nuestra patria.

Al romper el día, dejé algunos a Morrice, y con el resto de mi partida volví al antiguo campo, donde llegamos antes de ponerse el sol. No es fácil explicar el gusto con que me recibieron, porque justamente Morton y De Hayes habían entrado dos horas antes con unas nuevas muy tristes que habían llenado a todos de pesadumbre. El primero, tras de no pisar