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Por la mañana, luego que nos levantamos, nos metió en la caja de los polvos y nos llevó al tocador de la reina, según lo había mandado en la noche anterior. Para divertir a Su Majestad, me ocurrió mandar a Jacobo Frampton, de la provincia de Chester, que bailase las rondas de su país. Le agradó infinito, y preguntándome si sería yo para hacer otro tanto, respondí que lo que acababa de ver no era más que una danza de shalloms, esto es, de paisanos en brobdingnagense; pero que iba a ver otra que acaso le gustaría más, y sin detenerme bailé un minué sobre el palo de la cotilla de Su Majestad, que estaba en el tocador. La reina me dió las gracias, aunque no dejé de conocer que se inclinaba más a la de Frampton, com me confesó ingenuamente. Pero ¡ qué carcajadas de risa daba cuando dije que en Europa inuchas personas ganaban bienes y haciendas cuantiosas enseñando a sus habitantes el arte de andar!

En esto entró el rey, lo que nunca hacía hasta estar vestida la reina, y me dijo tenía nombrados los que habían de ir con nosotros a traer el uavio, entre ellos el carpintero de palacio. Debo advertir aquí que mientras estuviuos en la cama habíamos celebrado un consejo mis compañeros y yo, en que deliberamos escaparnos si teníamos la ocasión. Mal podía haberla yendo brobdingnagenses con nosotros.

Por esto respondí a Su Majestad que, si gustaba, iriamos solos con el pescador que nos había encontrado, porque nuestra gente (mno valí de este pretexto) se atemorizaría de ver tantos colosos, y acaso no vendría de muy buena voluntad, en vez de que confiándome a mí el negocio sabría lograr el fin sin el menor embarazo, y que los ingleses eran tan celosos de su libertad, que derramarían hasta la última gota de sangre por conservarla. El rey sonrió al oir estas palabras y me dijo que lo dejaba todo a mi prudencia.