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Así pasábamos el camino, y yo veía con gusto que no había olvidado la lengua de Brobdingnag al mismo tiempo que la memoria de los dos desdichados amigos iba desapareciendo: prueba convincente de que todavía no era más que un miserable yahou. Como a la mitad del camino me hizo seña Plumer de que quería hablarme, y aun después me ha dicho que me llamó; pero ¿cómo había de alcanzarme su débil voz? Nuestro huésped llevaba la chalupa al hombro, para tenerme junto a su oído y poder seguir la conversación: Plumer iba en la otra mano; de suerte que parecía propiamente un pollero con su comercio a cuestas y la muestra en la mano.

Díjele que deseaba hablar al enfermo quo iba en el zapato, y creyendo que el negocio sería de todos puso una rodilla en tierra, bajó la chalupa y arrimó una mano a la otra. Entonces me manifestó Plumer que el calor de la mano le abogaba, que iba sin respiración y me pidió un polvo. Rogué al brobdinguagense le pasase a nuestra chalupa, en que convino al instante, preguntándome qué droga era aquella que le babía dado. Tuve que explicárselo, y aun conocí que quería un polvito; pero no se atrevia a declararse por no dejarme desproveído. Como nos había tratado tan bien, me pareció correspondiente darle gusto le vacié la caja sobre una uña, por no poder entrar sus enormes dedos en ella, y aplicando las narices, según me había visto hacer, la dejó limpia de un golpe, lo cual le hizo estornudar con tanta fuerza, no obstanto que para él equivalía esto lo mismo que un grano para nosotros, que pensamos quedar sordos. No paró aquí la fiesta, sino que de la tormenta que se levantó en sus narices corrían dos raudales por sus ventanas que nos anegaban, y un tal David Mackensie, escocés, cayendo en el suelo, se rompió la cabeza con un guijarro. Nuestro huésped fué el primero que lo advirtió: mostró su sentimiento, como