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dar un golpe fatal, y tirándola con fuerza un zapato logré tumbarla y evitar el desastre. Pero no tuvo tanta fortuna un tal Jorge Plumer, que, no estando tan despejado como yo, fué a descolgarse de la cama para tomar el dedal de nuestra huéspeda, que a prevención nos habían puesto debajo, y cayó en el suelo.

Seguramente habría cuatro varas de altura, de suerte que quedó como muerto, sin poder socorrerle unos ni otros, no obstante que todos despertaron para ser testigos de su suerte, hasta que se levantó nuestro huésped y nos ayudó. Hízole al instante una sangría con que volvió al cabo de una hora, bien que molido y quebrantado. Entonces nos dijo nuestro huésped muy afligido que él evitaría estos riesgos llevándonos aquel mismo día a la corte, inediante que sólo distaba catorce strums, que son ciento cincuenta millas de Inglaterra.

En efecto, tomó un zapato viejo, lo llenó de pelusa de cardo, que allí tiene casi la misma vista y suavidad que nuestro algodón, y dentro metió al pobre Plumer, el cual se quejaba de cuando en cuando del mal olor de la alcoba, mas no tenía remedio.

Luego que confortamos el estómago con lo que había sobrado de la cena, nos tomó nuestro huésped debajo del brazo dentro de la chalupa, y a Plumer en la mano, y emprendió su marcha. Durante ella le pregunté por Glumdalclitch, y si sabía de qué modo me había desaparecido. Me respondió que estaba en prisión desde aquel tiempo, no obstante que todos sabían que sentía más mi pérdida que la de su libertad, y añadió que los reyes habían estado inconsolables: la corte había llevado luto ocho días, y especialmente la reina hablaba todavía de mí con una ternura singular: «hasta haber oído decir-agregóque había concebido tal horror contra el mono que os subió al tejado de palacio, que ha mandado no se lo vuelvan a poner delante con pretexto alguno.