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mandó con mucha cortesanía que le entregase todos estos efectos uno por uno. Lo primero que me pidió fué la espada. A prevención había dado orden para que a distancia proporcionada guarneciesen su puesto tres mil hombres escogidos entre sus guardias, armados de arco y flechas; mas no lo había yo advertido por el pronto, porque tenía mis ojos fijos en Su Majestad. Presenté mi sable. Díjome nue le desnudase, obedecí, y aunque algo ultrajado del agua del mar conservaba bastante brillantez. Causó tal alboroto entre la tropa, que al instante me mandó envainarlo, y que sin dar golpe lo tirase en el suelo como a seis pics de distancia de donde alcanzaba mi cadena. Después me pidió uno de los pilares de hierro huecos, que así llamaban a mis pistolas de bolsillo; saqué las dos, y queriendo saber cuál era su uso se lo expliqué como pude; advertí a Su Majestad que no se asustase, y cargándolas con pólvora sola, las disparé al aire. La sorpresa general no tiene punto de comparación con la que experimentaron cuando saqué el sable; todos cayeron de espaldas como tocados de un rayo; y aun el mismo emperador, que era en extremo animoso, no volvió en sí hasta pasado algún tiempo. Le entregué ambas pistolas del mismo modo con la provisión de pólvora y balas que llevaba, le advertí que no la acercase al fuego si no quería ver volar por los aires su palacio imperial; esto le dejó más aturdido. También le presenté el reloj, que estuvo examinando con mucha admiración, y mandó que lo llevasen colgado de un gran palo sostenido en los hombros de dos soldados los más esforzados de su guardia, al modo que llevan un barril los mozos de la cerveza en Inglaterra. Pero lo que más le pasmaba era aquel ruido continuo y el movimiento del minutero que seguía con la vista sin la menor molestia, pues aquellos naturales la tienen mucho más perspicaz que nosotros. Consultó largamente a sus doctores, y cada