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ien el país de los houyhnhnms, porque si llegaban a saber mi historia no me vería libre de visitas impertinentes, y, lo que era peor, que acaso tendría que hacer conmigo la Inquisición.

Como don Pedro no estaba casado, apenas tenía en su casa tres criados, de los cuales uno, que me servía la comida en mi cuarto, ne mostraba tanto agasajo y un juicio tan extraordinario para un yahou, que no me desagradaba su compañía, y por este medio pudo vencerme a que sacase alguna que otra vez la cabeza por una claraboya que tenía el cuarto, para tomar aire. Me hizo bajar la cama al piso inmediato, en pieza con ventana a la calle consiguió que me asomase a ella, aunque al principio volvía prontamente la cabeza porque me chocaba la vista del pueblo, hasta que me fui acostumbrando. Ocho días después me llevó al piso de por bajo, y, en fin, triunfó tan completamente de mi hipocondría, que logró verme sentado en la puerta de la calle mirando a los que pasaban, y aun le acompañé también algunas veces a pasear por la ciudad.

Sabía don Pedro el estado de mi casa y familia por la relación que le había hecho, y pareciéndole que en honor y conciencia estaba obligado a volver á ella, me lo insinuó un día, añadiendo que había en el puerto un navío pronto a hacerse a la vela para Inglaterra, y que me surtiría de cuanto necesitase para el viaje. Me opuse a semejante proyecto, pues hablame formado resolución de buscar una isla desierta donde acabar mis días; pero a esto me replicó que la isla desierta que me proponía era una quimera, que en todas partes encontraría hombres, y que en ninguna como en mi propia casa, pues era el amo de ella, podría vivir tan solitario como quisiese.

Tuve que ceder porque no había otro recurso, bien que ya no estaba tan salvaje. Dejé a Lisboa elde