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Yo creí, no obstante, que por entonces estábamos a diez grados al sud del cabo de Buena Esperanza, como a unos cuarenta y cinco de latitud meridional, infiriéndolo de algunas conversaciones que había podido percibir en el navío, sobre el designio de ir a Madagascar. Ello no pasaba de una conjetura, mas no por eso dejé de tomar el partido de surcar al Este, esperando dar fondo al Sudoeste de la costa de Nueva Holanda y de allí dirigirme al Oeste a cualquiera de las isletas de la inmediación.

A las seis de la tarde, habiendo tenido el viento directamente al Oeste, calculé que habría hecho como unas diez y ocho legnas. Entonces descubrí otra nueva isla muy pequeña que distaría lo más legua y inedia, y abordé a ella en corto tiempo; pero no era propiamente sino una roca, con una reducida bahía que las tempestades habían formado. Amarré la canoa en este sitio y trepando por un lado de la roca descubrí hacia el Esto una tierra que se extendía del Sud al Norte. Pasé la noche en mi barco y de madrugada eché a remiar con esfuerzo hasta llegar a un paraje de Nueva Holanda que está al Sudoeste, y tardaría siete horas. Esto e confirmó mi antigua opinión de que los mapas y cartas generales ponen este país lo menos tres grados más al Este de lo que realimente está, cuyo pensamiento creo haber comunicado algunos años ha a mi ilustre amigo el señor Herman Moll explicándole mis razones; bien que haya preferido seguir a la mayoría de los autores.

No percibí vestigio de habitantes en el sitio donde había desembarcado, ni me atreví a internarme mucho, porque me hallaba sin armas. Tampoco quise hacer fuego para cocer algunos mariscos que había recogido sobre la ribera, por temor de ser descubierto por los habitantes de la comarca. Tres días estuve oculto manteniéndome con ostras y almejas por con#