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quecido y ensalzado nunca ofendía mis ojos, ni la de un hombre de bien abandonado a su virtud, como a su mal destino.

Lograba el honor de conversar frecuentemente con los señores houyhnhums que concurrían a la casa, perinitiéndome mi amo esta confianza porque me aprovechase de sus instrucciones de cuando en cuando me hacían sus preguntillas, y no se desdeñaban de oir mis respuestas. Otras veces me llevaba mi amo a sus visitas; pero nunca hablaba, a menos que me preguntasen: de suerte que yo representaba, propiamente el papel de oidor, aunque con una satisfacción inmensa porque todo cuanto oía era útil y agradable, siempre expresado en my pocas palabras y con gracia. Allí brillaba la más exacta compostura sin etiqueta; cada uno decía y escuchaba lo que podía acomodarle, sin interrumpirse unos a otros, ni molestarse con relaciones largas y fastidiosas. Tampoco disputaban jamás ni altercaban.

Llevaban por máxima que en una tertulia es bueno que reine el silencio de cuando en cuando, y yo crco que tenían razón. En este intervalo, o en esta especie de tregua, el espíritu se llena de nuevas ideas, y la conversación vuelve después más viva y enérgica. Las suyas rodaban ordinariamente sobre las ventajas y delicias de la amistad, los deberes de la justicia, la bondad, el buen orden, las operaciones admirables de la Naturaleza, las antiguas tradiciones, las condiciones y límites de la virtud, las reglas invariables de la razón algunas veces sobre las decisiones de la asamblea inmediata, y frecuentemente sobre el mérito de sus poetas y cualidades de la buena poesía.

Puedo lisonjearme sin vanidad de que también yo fomentaba alguna vez las conferencias, esto es, que les daba ocasión a razonamientos muy bellos, cuando mi amo solía hablarles de mis aventuras y