con términos tan ventajosos que me hacían mucho honor.
Extendióse por todo el reino la noticia de mi prodigiosa estatura, y quedaron limpias las provincias de gente curiosa y desocupada. Aun las aldeas se despoblaban de suerte que la agricultura hubiera padecido mucho si Sn Majestad Ilustrísima no lo hubiese evitado por medio de repetidas órdenes y edictos. Mandó, especialmente, que todos aquellos que ya me hubiesen visto so retirasen inmediatamente a sus casas y no volviesen al lugar de mi residencia sin permiso especial. No se sabe las sumas tan considera bles que ganaron los oficiales de la secretaría de Estado con motivo de estas circulares.
El emperador reunió muchas veces su Consejo para determinar lo que deberían hacer conmigo; después he sabido cuánto les embarazó este negocio. Temían que algún día rompiese mis prisiones y quedasc absolutamente libre. Decían que mi excesivo consumo dejaría el reino exhausto de víveres, y convenían en que era preciso matarme de hambre o con flechas envenenadas; pero hallaban el reparo de que la putrefacción de un cuerpo como el mio infestaria la corte y toda la tierra. Estando en estos discursos, llegaron a la puerta del salón donde estaba reunido el Consejo imperial varios oficiales del ejército, y entrando dos de ellos dieron cuenta de la acción que acababa de ejecutar con los seis criminales de que he hablado, y su relato causó una impresión tan favorable en el ánimo de Su Majestad y de todo su Consejo, que sin esperar más fué expedido un decreto imperial obligando a todas las aldeas de cuatrocientas cincuenta toesas a la redonda a que aprontasen cada día por la mañana seis vacas, enarenta carneros, y otros viveres necesarios para mi sustento con cantidad proporcionada de pan, vino, y otras bebidas. Y para el