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guarnecido de preciosas joyas, con un penacho magnífico. Tenía armada su diestra de una espada desnuda en estado de defensa, por si acaso quebrantaba yo las prisiones: esta espada era de tres pulgadas de largo con puño y vaina de oro y diamantes. La voz era áspera, pero clara e inteligible, por lo que podía yo oirla sin trabajo aunque estuviese en pie. Las damas y cortesanos estaban todos soberbiamente vestidos, de suerte que el terreno que ocupaban parecía a mis ojos un hermoso brial bordado y tendido sobre el suelo con figuras de oro y plata. Su Majestad Ilustrísima me honraba con su conversación a cada instante, pero no nos entendíamos el uno al otro.

Al cabo de dos horas se retiró la corte, dejándome una fuerte guardia para estorbar la importunidad dei populacho, o acaso malicia, con que indiscretamente se atropellaban por acercarse a mí. Algunos tuvieron la temeraria vilantez de tirarme flechas, una de las cuales se me hundió en el ojo izquierdo; pero el coronel hizo arrestar a seis de los principales de aquella canalla, y no hallando otra pena más proporcionada a su delito, los entregó en mis manos bien atados y seguros. Yo los tomé con la derecha, y guardándome cinco en el bolsillo de la casaca, me quedé con el sexto fingiendo que quería tragarle vivo. El pobre hombrecillo daba unos alaridos tan horribles, que excitaban ya la compasión del coronel y sus oficiales, especialmente cuando me vieron sacar mi cortaplumas. Pero no quise llevar más adelante su desconsuelo con mucha humanidad y dulzura corté prontamente los cordeles que le oprimían, le puse en el suelo con cuidado, y echó a correr. Io nismo hice con los demás sacándolos uno a uno del bolsillo, y nolé con sumo gusto que tanto la tropa como el paisanaje habían quedado muy satisfechos y conmovidos de acción tan generosa, la cual pintaron en la corte