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a uno de los monarcas más poderosos de Europa, dotado de todas las virtudes regias y cuya gloria resonaba por el universo. Díjele que la reina sucesora había continuado esta guerra, en que las potencias todas de la cristiandad habían tomado interés, y que en esta misma guerra funesta habría ya acaso perecido un millón de yahous: que habían sido tomadas por asedio más de cien ciudades y sumergidos o incendiados más de trescientos buques.

Quiso saber cuáles eran las causas y motivos más ordinarios de nuestras refriegas, y de aquello que llamaba la guerra, y respondíle que eran innumerables, pero que le manifestaría algunos.

-Tal vez-le dije-suele ser la ambición de un príncipe que no se sacia de poseer tierra y gobernar pueblos, y tal vez la política de los ministros que quieren dar ocupación a los vasallos malcontentos. La división de los ánimos en la adopción de opiniones también puede causarla: el uno cree que silbar es una acción buena, el otro que es un delito: uno dice que es preciso vestir de blanco, otro que de negro, de colorado o amarillo. Este quiere que llevemos un somnbrerito muy chico y apuntado; aquél sostiene que debe ser muy grande y tendido, etc.

Inventé ex profeso estos ejemplos químéricos por no declararle las verdaderas causas de nuestras desavenencias con respecto a la opinión, previendo la pena y rubor que me hubiera costado hacérselas entender; sólo sí añadí que nuestras guerras nunca eran tan largas y sangrientas como cuando provenían de estas opiniones diferentes que unos cerebros exaltados sabían hacer prevalecer por una y otra parte, hasta llegar a tomar las armas.

-Ciertamente, cuanto acabáis de contarme-me replicó Su Honor-me hace formar una alta idea de vuestra razón. Como quiera que sea, tenéis la fortuna de que, en medio de ser tan malos, no podéis ha-