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de hacerlos más quietos y obedientes. Que eran sensibles a los halagos como al castigo, y que, sin embargo, carecían de razón al modo de los yahous de su país.

L

Me costó sumo trabajo hacerle comprender todo lo dicho, teniendo que valerme de circunloquios para expresar mis ideas, a causa de la pobreza de su lengua, tan escasa de términos como ellos de pasiones; pues no tiene duda que lo que forma la riqueza y amenidad de un idioma es la multiplicación y subdivisión de las pasiones.

La impresión que mi discurso hizo en su ánimo y la noble ira de que se vió arrebatado, especialmente cuando le declaré la costumbre de castrarlos para hacerlos más dóciles y evitar que procreasen, son superiores a toda exageración. El convenía en que si había un país donde los yahous fuesen los únicos animales racionales, era muy justo que dominasen y se someticsen a sus leyes todos los demás, supuesto que la razón debe mandar a la fuerza; pero añadía que, bien considerada mi configuración, era muy contrahecho para poder ser racional, o siquiera poder servirme de la razón en la mayor parte de cosas de la vida. En seguida me preguntó si todos los yahous de mi país eran semejantes a mí. Le respondí que, a corta diferencia, todos teníamos la misma figura, y que yo pasaba por uno de los más perfectos que los jó venes y las mujeres tenían la piel más fina y delicada, y que éstas eran por lo común blancas como la leche. Me confesó que era cierto había alguna diferencia de los yahous de su trascorral a mií, pero que en cuanto a las ventajas sólidas juzgaba que me excedían en muchas que mis cuatro pies estaban desnudos, pues el poco pelo que tenían no era bastante para preservarme del frío que los delanteros no eran verdaderos pies, puesto que no me servía de ellos para