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tante grande, porque creían que mi ropa era mi piel natural y una parte de mi substancia propia, bien diferente de la de sus yahous. La hacanea lacayo me presentó una raíz que tenía entre su casco y la ranilla, la cual tomé por no hacerla desaire, la llevé a la boca y se la volví: ella, poco satisfecha de mi aprecio, fué E correndo al establo de los yahous, y me trajo un pedazo de carne de jumento, pero yo no me atreví siquiera a tomarlo, dándole a entender como pude que me hacía daño al estómago, y entonces se lo echó a un yahou, que, sin hacerse rogar, lo devoró con gran delicia. Viendo que el alimento de los yahous no me hacía gracia, me ofreció del suyo, que era avena y beto, para mí igualmente inútil: y, por último, aburrida de no saber qué darme, quiso demostrármelo de un modo tan expresivo como natural llevando una mano a la boca, a lo que contesté en vano, porque ni pudo entenderme ni se hallaba en disposición para satisfacer mi apetito.

A la ocasión pasó una vaca, se la señalé con el dedo y le expliqué de un modo bastante claro mi deseo de ordeñarla: esto lo entendió mejor, mandando al instante a una yegua, criada de casa, que me abriese una sala donde encontré gran porción de barreños de leche con mucho aseo, me apliqué a uno de ellos y salí de mi apuro por esta vez.

Como a la hora de mediodía paró a la puerta un cocho o carro tirado por cuatro yahous, y dentro un caballo viejo, al parecer personaje elevadísimo, que iba a visitar a mis huéspedes y acompañarlos a comer.

Recibiéronle con mucha cortesanía y respeto, y pasando todos a la sala principal, se colocaron estribados sobre haces de paja alrededor de una gran gamella circular con varias separaciones, semejante a una rueda de lagar de Normandía, en que les sirvieron primeramente paja y heno, y después avena hervida con leche. Cada uno comía en su separación corres-