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mosa yegua que tenía a su lado un potro y una potranquita muy graciosa: todos sentados con mucha modestia sobre una estera tan fina como aseada. La yegua se levantó, luego que entré, a recibirme; miro con atención mi cara y manos y, volviéndome desdeñosa la espalda, relinchó repetidamente: yahou, yahou. No tardé en comprender el funesto sentido de esta voz, por mi desgracia, pues el caballo introductor, haciendo seña de que le siguiese y gritando hhum, hum, me condujo a un trascorral donde había otro edificio algo separado de la casa, y en él lo primero que hirió mis ojos fueron tres de aquellos perversos animales cuya descripción he hecho más arriba, atados por el cuello, desgarrando entre sus dientes y uñas pedazos de carne de jumento, perro y vaca (scgún me informé después) y algunas raíces.

El caballo amo inandó a una pequeña hacanea, lacayo suyo, que desatase al más grande de ellos para compararle conmigo, y entonces fué cuando conoci la significación de yahou, nombre que daban a aquellos monstruos, por las repetidas veces que los nombró en el acto; pero, ¡cuál fué mi sorpresa y horror al ver en una fiera todas las facciones y figura de un hombre! Sólo sí noté la diferencia de que su cara era larga y plana, la nariz quebrantada y la boca muy grande; y aun esto es común a todas las naciones salvajes, porque las madres los paren con la cara contra el suelo, y los llevan a la espalda golpeando siempre en ella las narices. Sus manos estaban armadas de unas grandes uñas, y su piel era morena, áspera y cubierta de pelo. Respecto a los pies, había la misma diferencia, que, favorecida de las medias y zapatos, había parecido mucho mayor a los señores caballos, cuando en realidad apenas había alguna, como en todo lo demás del cuerpo, exceptuando el color y el pelo.

Como quiera que fuese, ellos la encontraban bas-