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chos ganchos. Con éstos me prendieron por unas hgaduras o vendaje con que me habían fajado desde el cuello hasta las piernas; y, habiendo destinado novecientos hombres de los más robustos a tirar de las maromas, en menos de tres horas consiguieron levantarme y colocarme en el carro a su satisfacción. He sabido todo esto por la relación que después me hicieron, pues mi sueño duró más que toda la maniobra. Por último, con mil quinientos caballos de los mayores de las caballerizas del emperador, que tenía cada uno casi cuatro pulgadas y media de alto, me arrastraron a la capital, que distaba un cuarto de legua.

Ya llevábamos cuatro horas de camino cuando repentinamente desperté por un acaso bastante ridículo. Habían parado un pequeño rato los carreteros a componer no sé qué cosa, y aprovechando la ocasión dos o tres curiosos, que deseaban examinar mi fisonomía, se acercaron con mucha cautela a mi rostro; el uno, que era capitán de guardias, me tenía puesta la sutil punta de su espontón tan inmediata a la ventana izquierda de mi nariz, que al menor descuido ine hizo cosquillas, y desperté dando estornudos. Anduvimos bien el resto del día, y entrada la noche acampamos, dejando quinientas centinelas, la nutad con hachas encendidas y la otra mitad armadas de arco y flecha. Al día siguiente al salir el sol continuamos la marcha, y al mediodía estábamos ya a cien toesas de las puertas de la ciudad. Salió el emperador a verme con toda su corte; pero sus generales nunca consintieron que se expusiera su imperial persona subiendo encima de mi cuerpo, como algunos de ellos habían tenido el atrevimiento de hacer. En el sitio donde par: mos había un templo antiguo que estimaban por el mayor de todo el reino, el cual había sido violado algunos años antes por un homicidio, y

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