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la puerta. Tenía un gran jardín en que pasearme, me trataban muy bien, todo a expensas del rey, y las gentes, llevadas de la curiosidad de ver a un hombre que venía de un país tan remoto que jamás habían oído hablar de él, me visitaban sin cesar.

Contrate con un joven de nuestro navío para intérprete, que aunque nativo de Luggnagg había residido muchos años en Maldonada, y poseía ambas lenguas, por cuyo medio lograba el de poder conversar con los que me hacían la honra de visitarme; quiero decir, que comprendía sus preguntas y les hacía entender mis respuestas.

La de la corte llegó al cabo de los quince días, como se esperaba, reducida a que me llevasen custodiado por una partida de caballería con toda mi comitiva a Traldragenbh o Trildragdrib, que, a lo que puedo acordarme, lo pronunciaban de uno y otro modo. Yo no tenía otra que aquel pobre mozo que me servía de intérprete y estaba en clase de criado. Delante de nosotros salió un correo que nos sacó media jornada de ventaja, para dar parte al rey de mi próximo arribo y pedir a Su Majestad día y hora en que pudiese disfrutar el honor y placer de lamer el polvo del suelo de su trono.

Así se verificó al tercer día, habiéndome hecho que me tendiese en el suelo y llegar hasta el trono del rey arrastrando como una culebra y barriendo con la lengua el pavimento; bien es verdad que por la cualidad de extranjero habían usado la precaución de limpiarlo, para que el polvo no me ahogase. Esta era una gracia especial que no se concedía ni a los vasallos de primera clase cuando conseguian audiencia; y si era alguno que tuviese enernigos en la corte ponían el suelo ex profeso sucio, que, como yo mismo vi, cuando llegó al trono el interesado llevaba la boca repleta de inmundicia, de manera que no pudo articular palabra. A tal desgracia no hay consuelo, pues está