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se los muertos que quisiese ver, los obligaría a presentarse y responder a cuantas preguntas quisiese hacerles, con tal que me redujese a lo que hubiese pasado en su tiempo, muy cierto de que no me enganarían, pues que a los muertos era ocioso el mentir. Di gracias a Su Alteza, y, por no despreciar sus ofertas, me puse a repasar la memoria de la Historia Romana que había leído en otro tiempo, y al punto me ocurrió la idea de ver a aquella famosa Lucrecia que Tarquino había violado y, que no pudiendo sobrevivir a su afrenta, se había dado la muerte a si misma. No tardó más en presentárseme una hermosísima mujer vestida a la romana. Yo me tomé la libertad de preguntarle: «¿por qué había vengado en sí el delito de otro?»; pero, bajando sus ojos, sólo me respondió que los historiadores, por excusarla una flaqueza, lo habían atribuído una locura, y al instante desapareció.

El gobernador hizo seña a César y Bruto de que se acercasen. La vista de éste me llenó de admiración y respeto; y aquél me confesó que todas sus brillantes acciones se quedaban muy por bajo de las de Bruto, que le había quitado la vida por libertar a Roma de su tiranía.

Deseando ver a Homero, apareció luego, le hablé, y preguntándole qué pensaba de su Iltada, me declaró que estaba absorto de las excesivas alabanzas que le tributaban al fin de tres mil años: que su poema era mediano y estaba sembrado de necedades, que si agradó en su tiempo, fué por las gracias de su recitación y la armonía de sus versos; pero que, habiendo muerto su lengua, y no pudiendo ya ninguno distinguir sus bellezas, gusto y finura, no daba que pudiese haber gentes tan vanas y estúpidas que todavía le admirasen. Sofocles y Euripides, que le acompañaban, me hablaron a corta diferencia del mismo modo, mo- : fándose especialmente de nuestros sabios modernos,;