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a Europa, alquilando dos mulas con un mozo práctico que me dirigiese, y habiéndome despedido de mi ilustre protector, que me había tratado con tanto agasajo, y por último me hizo un magnífico presente, emprendí mi marcha.

No ocurrió en toda ella suceso digno de contarse.

Llegué al puerto de Maldonada, ciudad casi tan grande como Portsmouth, donde no encontré navío pronto a salir para Luggnagg. Entre los conocimientos que a pocos días hice en la ciudad, había un caballero de distinción el cual ne propuso que, pues tardaria un mes lo nicnos en partir el primer navío para Lugg nagg, haría muy mal en no hacer un viajecito a la isla de Glubbdubdrid por divertirme, puesto que no distaba más de cinco leguas al Sudoeste, que él me acompañaría con otro amigo suyo y aprontaría un barquichuelo.

Glubbdubdrid, según su etimología, significa la isla de los hechiceros o mágicos. Es casi tres veces tan ancha como la isla de Vigt, y muy fértil. Obedece al jefe de una tribu compuesta toda de hechiceros, que no hacen alianza con otros, y cuyo soberano es siempre el más anciano de ellos. Este príncipe o gobernador tiene un palacio magnifico, con un parque de cerca de tres mil acres de extensión, murado de piedra labrada a la altura de veinte pies. El y toda su familia se sirven de una especie de criados bastante extraordinarios, por el conocimiento que tiene de la nigromancia, que le da la potestad de invocar los espíritus y obligarlos a su servicio durante veinticuatro horas.

Luego que llegamos a la isla, que serían las once del día, uno de los caballeros que me acompañaba salió a buscar al gobernador para darle parte de que un extranjero solicitaba el honor de saludar a Su Alteza. El cumplimiento fué bien recibido. Pasamos en el instante a palacio, y, entrando en un patio por