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Después de haber visitado el Museo de las Artes, pasé al otro cuerpo del edificio que ocupaban los inventores de sistemas con relación a las ciencias, principiando por el aula de lenguaje, donde encontré a tres académicos que discurrían juntos sobre el modo de acrisolar el idioma.

Uno opinaba que para abreviar la expresión se redujesen todas las palabras a simples monosílabos y se desterrasen absolutamente los verbos y participios. Pero otro, que no se quedaba tan corto, pretendía que se aboliesen todos los vocablos de manera que se conversase sin hablar, lo cual sería muy favorable al pecho, pues es claro que con la continuación el pulmón se gasta y la salud padece; y consistía el expediente en llevar sobre sí todas aquellas cosas que hubiese que nombrar. El sistema hubiera tenido aceptación a no haberse opuesto las mujeres, porque había muchos talentos superiores en la academia que se acomodaban a este arbitrio de expresar las cosas por ellas mismas, en que no encontraban otro embarazo que la penalidad de tener que ir cargados de unas grandes alforjas cuando hubiese que tratar de muchos y diversos asuntos, si no había un par de robustos lacayos de buenas fuerzas a quienes echar la carga. Pero defendían quo si el sistema fuese bien recibido, todas las naciones de la tierra podrían entenderse fácilmente, y sería tan útil como que no se perdería más el tiempo en aprender las lenguas extranjeras.

De allí pasamos a la Escuela de Matemáticas, cu.yo maestro enseñaba de un modo que apenas podrá hacerse crefble a los europeos. Mandaba escribir a sus discípulos la proposición o demostración sobre un pedazo de oblea, y, tragándosela, después debían abstenerse de comer y beber en los tres días siguientes, para que, estando bien digerida, pudiese subir al cerebro la virtud de cierta tinta cefálica con que ha-