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ciencia del maestro consistía en el olfato y el tacto, por cuyo medio les enseñaba a distinguirlos. Tuve la desgracia de llegar en tiempo que estaban todos muy atrasados, no menos que el maestro, como se deja discurrir.

Subí a un aposento donde encontré un hombre eminente que había descubierto el secreto de labrar la tierra con puercos, evitando el considerable gasto de mulas, bucyes, arados y gañanes. Estaba reducido su método a enterrar en el espacio de un acre de seis en seis pulgadas un puñado de bellotas, dátiles, castañas o cualquier otra fruta del gusto de estos animalitos, y metiendo seiscientos o más de ellos en dicho terreno, es claro que en poquisimo tiempo la pondrían en estado de poder sembrarse, moviéndola con sus pies y hocicos, y volviendo a dejar en ella lo que la habían sacado. Se había hecho la experiencia, y aunque habían observado que, a más de ser costoso e impertinente el sistema, no se había tomado fruto, con todo eso no dudaban que la invención llegase a ser de grande utilidad y consecuencia.

En el cuarto de enfrente habitaba otro académico de distintas ideas a favor del mismo objeto. Quería hacer andar un arado sin mulas ni bueyes, impelido tan solamente por el viento, con cuyo fin había construído un instrumento de esta especie armado de su mástil y velas y sostenía que por el mismo medio haría rodar los coches y carretas, de suerte que con el tiempo se podría correr la posta en silla dando velas en tierra igualmente que sobre el mar; que, pues en él se caminaba a todos vientos, no alcanzaba qué dificultad pudiese haber para practicar lo mismo en la tierra.

Llegamos a otro cuarto todo entapizado de telas de araña a excepción del preciso paso para el fabricante, quien al punto que me vió principió a gritar : «Tente, hombre, no rompas mis telas». Entablé con-