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se quejaba de que sus fondos eran cortos, empeñándome a que le diese alguna cosa para alentarle.

De allí pasé a otro aposento, y al ir a entrar tuve que volver prontamente la cara no pudiendo sufrir el mal olor que despedía. Mi conductor, que lo advirtió, me empujó hacia dentro suplicándome por lo bajo que me guardase bien de ofender a un hombre que se resentiría de la menor demostración, de suerte que no me atreví siquiera a taparme las narices. Este era el ingeniero más antiguo de la academia: la palidez y manchas de su rostro, el entrapado de su barba, la costra de sus manos, y hasta su vestido, todo publicaban su asquerosa ocupación. Apenas me vió, salió corriendo a abrazarme con mucha estrechez; cumplimiento que le hubiera perdonado de muy buena gana, especialmente cuando supe que su aplicación desde que entró en la academia había sido a reducir el excremento humano a la naturaleza de los alimentos de que provenía, por su descomposición y depuración de la tintura que recibe de la hiel y es la causa de su mal olor. Cuidaban de proveerle sus compañeros, enviándole cada semana un gran vaso poco menos que un barril de Bristol.

Vi otro dedicado a calcinar el hielo para extraer, según decía, excelente salitre en beneficio de las fábricas de pólvora; y me enseñó un tratado que deseaba dar a luz sobre la posibilidad de machacar el fuego.

También vi un ingeniosísimo arquitecto que había inventado un método admirable de construir edificios principiando por el techo y acabando por los cimientos pensamiento que me probó con la mayor facilidad en el ejemplo de los dos insectos la abeja y la araña.

Había un ciego de nacimiento que tenía a su car go una porción de aprendices ciegos como él, dedicados a componer colores para la pintura. Toda la