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nociendo por nuestro porte que éramos ingleses, nos dijo en su lengua que iban a atarnos a todos espalda con espalda para arrojarnos al mar. Yo, que bablaba medianamente el holandés, le declaré entonces quiéncs éramos, y le rogué, en consideración al nombre común de cristianos, y de cristianos reformados, de vecinos y aliados que intercediese por nosotros con el capitán; pero mi súplica sólo sirvió para irritaric más y hacer que redoblase sus amenazas; y volviéndose hacia sus compañeros, les habló en lengua japonesa repitiendo frecuentemente el nombre de cristianos.

El comandante del principal navío que llevaban era un capitán japonés que hablaba algo de holandés; se llegó a mí y, después de varias preguntas, que satisfice con mucha humildad, me aseguró que no nos quitarían la vida. Correspondí a su insinuación con una gran cortesía, y dirigiéndome luego a los holandeses, les dije que extrañaba mucho hallar más bumanidad en un idólatra que en un cristiano, reconvención que me pesó bien pronto; pues aquel picaro malvado, no habiendo podido sacar fruto de sus requerimientos a los dos capitanes a que me arrojasen al mar (que no quisieron concederle por no faltar a su palabra), logró, por último, que me diesen un castigo más cruel que la misma muerte. Este fué, después de haber repartido toda mi gente en sus dos navíos, abandonarme a las olas en una pequeña canoa de dos remos y una vela, con provisión para cuatro días; gracias al capitán japonés, que la duplicó con la suya propia, y no permitió que me registrasen.

Al fin, entré en mi canoa mientras aquel bárbaro holandés desde lo alto del puente no cesaba de colmarme de cuantas injurias y maldiciones podía dictarle su perversidad.

Como una hora antes que descubriésemos los dos piratas, yo había tomado altura y hallé que estába-