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i — volando hacia el Norte, pero que no le habían parecilo mayores que las comunes. Es preciso imputar esto a la inmensa altura en que se hallaban, según creo, como también que él no pudo discurrir a qué se dirigía mi curiosidad. Continué preguntándole a qué distancia juzgaba que estuviésemos de la tierra y me contestó que por el cálculo más ajustado estábamos a cien leguas.

-Pues vivís equivocado casi en la mitad-le repliqué yo, y debéis saber que cuando caí en el mar apenas haría dos horas que había dejado el país de donde vengo.

Esto acabó de ratificarle el concepto de que mi cerebro estaba perturbado, y me aconsejó que me volviese a la cama cu un cuarto que había mandado prepararme. Yo le aseguré que me hallaba muy sereno, gracias a sus atenciones, y que conservaba el libre uso de la razón y de todos mis sentilos tan perfectamente como podía apetecer. Púsose un poco serio, y con toda la formalidad me pidió que le dijese francamente si no sentía algún remordi niento interior, o si no me acusaba la conciencia de algún crimen por el cual hubiese sido condenado de orden de algún príncipe y expuesto en aquel cajón, como a veces se ejecutaba en ciertos países, donde los delincuentes eran abandonados a discreción de las olas dentro de una embarcación sin velas ni víveres: que aunque le fuese muy sensible haber recibido en su navío a un malhechor semejante, me prometía, no obstante, bajo palabra de honor ponerme a seguro en el primer puerto donde llegásemos; añadiendo que sus sospechas se habían aumentado por algunos discursos muy absurdos que había yo hecho desde luego a sus marineros y había continuado con él acerca de mi cajón y de mi cuarto, como también por la descompostura que se notaba en mis ojos y la singularidad de mis ademanes.