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coroso a la dignidad con que me había honrado naturaleza. Por otra parte, no podía olvidar aquellas preciosas prendas que había dejado en mi casa, y deseaba con impaciencia verme entre pueblos donde pudiese tratar con mis iguales y gozar la libertad de pasearme por las calles y campos sin temor de recibir un puntapié, morir aplastado como una lagartija o ser el juguete de un perrillo. Al fin, llegó mi libertad antes que yo la esperaba, y de un modo bastante raro, como voy a referirlo fielmente con todas las circunstancias de este admirable suceso.

Hacía ya dos años que estaba en aquel país. A principios del tercero, Glumdalelitch iba conmigo entre la comitiva de los reyes en un viaje que emprendieron hacia la costa meridional del reino. Yo iba, como siempre, en mi cajón de camino, que era un gabinete bastante cómodo de doce pics de anchura, y sobre sus cuatro ángulos habían formado por disposición mía una especie de angarillas aseguradas con cordones de seda para que no me molestase tanto el trote del caballo, en que un criado mo llevaba delante do sí, y en el techo del mismo cajón había una ventana de un pie en cuadro para que entrasc el aire, con su puerta correspondiente que cerraban o abrían cuando yo lo mandaba.

Habiendo llegado al término de nuestra marcha, resolvió el rey pasar algunos días en una casa de recreo que tenía junto a Flanflasnic, ciudad situada a diez y ocho millas inglesas de la costa. Glumdalclitch y yo ibamos muy fatigados, mi indisposición no pasaba de un resfriado; pero ella se sentía tan mala que no salia de su cuarto. Queriendo ver el Océano, fingí que mi enfermedad cra mayor para obtener la licencia de acercarme a tomar los aires del mar, al cuidado de un paje a quien me habían confiado otras veces y era de mi gusto. No olvidaré jamás la repugnancia con que lo consintió Glumdalclitch, la estre-