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con aquel juicioso monarca, bien que con la desgracia de no conseguir mi objeto.

Pero es preciso disimular a un rey que vive absolutamente separado del resto del mundo, y por consiguiente ignora los usos y costumbres de las otras naciones. Este defecto de conocimiento será siempre la causa de muchas preocupaciones y de una cierta limitación en el modo de pensar de que el país de Europa está exento. Sería muy ridiculo que las ideas de virtud y vicio de un príncipe extranjero y aislado fuesen propuestas en clase de reglas o máximas imitables.

Para confirmar lo que acabo de decir y hacer patentes los infelices defectos de una educación reducida, referiré aquí un caso que quizás no podrá creer mi lector sin esfuerzo. Con las miras de ganar la gracia de Su Majestad, quise darle noticia de un descubrimiento que se había hecho de tres o cuatro siglos a esta parte, que era una especie de polvitos negros capaces de encenderse en un instante con la chispa más débil, pero de tanta fuerza que alcanzaba a hacer volar las montañas con un estruendo y destrozo mayor que el del trueno que una cantidad de este polvo encerrado en un tubo de bronce o de hierro, con proporción a su grueso, arrojaba una bola de plomo o un globo de hierro con tanta rapidez y violencia, que nada se resistía a su fuerza. Que estos globos disparados así de un tubo de fundición, por la inflamación de dichos polvos, rompían, destrozaban y destruían los batallones y escuadrones, abatian las más fuertes murallas, levantaban en el aire las torres más grandes, y sumergían los navios de mayor porte : que el mismo polvo encerrado en un globo de hierro y despedido con cierta máquina, quemaba y asolaba las casas, sembrando por todos lados rayos que consumían cuanto encontraban. Que yo sabía hacer la composición de este polvo, en que sólo entraban al-