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₁No podía concebir, decía él, cómo un reino se atrevía a gastar con exceso a sus rentas, y comer su hacienda como un particular. Me preguntó qué tales eran nuestros acreedores, de dónde sacábamos para pagarles, y si no observábamos con ellos las leyes de la Naturaleza, de la razón y de la equidad. Estaba asombrado de los pormenores que le había dado de nuestras guerras y los exorbitantes gastos que exigian.A la verdad-decía, es preciso que seáis un pueblo muy inquieto y pendenciero, o que tengáis perversos vecinos. ¿Qué tenéis que disputar fuera de vuestras islas? ¿Debéis tratar allí otros negocios más que los de vuestro comercio, ni pensar en nuevas conquistas, no contentos con guardar bien vuestros puertos y costas?

Pero lo que más le admiraba era que estuviésemos manteniendo un ejército en el seno de la paz y en medio de un pueblo libre. Decía que si estábamos gobernados por nuestro propio consentimiento, no podía entender de qué teníamos miedo o con quién podíamos reñir, pues la casa de un particular estaría mejor guardada por él mismo, sus hijos y criados, que no por una tropa de pícaros y bribones sacados por suerte de la bez del pueblo con un sueldo tan corto que podía ganarse cien veces más cortándonos el cuello.

Rió mucho de mis conocimientos en aritmética (o como se le antojó llamarla) cuando me oyó calcular el número de personas, con distinción de las diferentes sectas que hay entre nosotros respectivas a la religión y a la política.

Notó que entre los entretenimientos de la nobleza había hecho mención del juego. Mostróse curioso por saber en qué edad usaban comúnmente de esta diversión y cuándo la dejaban: cuánto tiempo le consagraban y si no alteraba algunas veces la fortuna