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bolsillo bien lleno de oro no podia alguna vez ganar el voto de los electores, haciéndose preferir a su propio amo o a los principales y más distinguidos nobles de su vecindad. Qué los obligaba a una pasión tan violenta, cuando la elección a que aspiraban no les atraía otra cosa que crecidos gastos sin renta alguna.

Que era preciso que estos electos fuesen hombres completamente desinteresados y de una virtud heroica y eminente, o que contasen con ser indemnizados y reintegrados con usura por el príncipe o sus ministros, sacrificándoles el bien público. Me propuso Su Majestad sobre este artículo dificultades tan insuperables que la prudencia no me permite repetirlas.

Acerca de los Tribunales de Justicia, quiso también Su Majestad informarse de varios puntos, y sobre esto podía yo instruirlo con perfecto conocimiento de causa, pues en cierta ocasión me vi casi arruinado por un largo pleito, a pesar de haberlo ganado con costas. Preguntó cuánto tiempo gastaban ordinariamente para dejar un asunto concluso para sentencia, si eran costosos los procesos; si los abogados tenían la libertad de defender causas manifiestamente injustas; si no se había notado alguna vez que el espíritu de partido o religión hiciese inclinar la balanza; si estos abogados no tenían algún conocimiento de los principios fundamentales y leyes generales de la equidad, o si se contentaban con saber las leyes arbitrarias y costumbres locales del país. Si ellos o los jueces tenían poder para interpretar las leyes y comentarlas y si los litigantes y las sentencias se contradecían alguna vez entre sí en un mismo caso.

Por último, me hizo algunas preguntas sobre la administración de la real hacienda, y me dijo que creía haberme reservado en este artículo, porque había limitado los impuestos a cinco o seis millones por año, y que los gastos del Estado subían bastante más y excedían en mucho a los ingresos.