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ner parte en la administración del gobierno, de ascender a miembros del más alto Tribunal de Justicia y ser los defensores más celosos de su príncipe y de la patria por su valor, conducta y fidelidad. Que estos señores eran cl adorno y seguridad del reino, dignos sucesores de sus antepasados, cuyos honores habían sido la recompensa de una virtud insigne, y cuya posteridad jamás se había visto degenerar: que a estos personajes estaban unidos algunos varones santos que tenían su lugar entre ellos con el título de obispos, cuya obligación particular era velar sobre la religión y sobre aquellos que la predican al pueblo : que buscaban y escogían entre el clero los hombres más sabios y virtuosos para elevarlos a esta dignidad eminente.

Proseguí diciendo que la otra parte del Parlamento era una respetable asamblea llamada la Cámara de los Comunes, que se componía de nobles elegidos libremente y diputados por el pueblo mismo, con atención a sus luces, talento y amor a la patria, puesto que debían representar la sabiduría de toda la nación; y añadí que estos dos cuerpos formaban la más augusta asamblea del Universo, que de acuerdo con el príncipe lo disponían todo y arreglaban en algún modo el destino de los demás pueblos de Europa.

Hablé luego de los Tribunales de Justicia, donde tienen su asiento los verdaderos intérpretes de la ley, que deciden en los diferentes litigios de los particulares, que castigan el delito y protegen la inocencia.

No pasé por alto la discreta y económica administración de la real hacienda, extendiéndome también sobre el valor y hazañas de nuestros guerreros por mar y tierra. Computé el número del pueblo, contando los millones de hombres que había de diferente religión y de diferente partido político entre nosotros. Nada omití, ni de nuestros juegos y espectáculos, ni particularidad ninguna que juzgase capaz de poder dar