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letras de oro, y con el permiso de Su Majestad lo regalé a Glumdalclitch.

El rey era muy aficionado a la música, tenía frecuentes conciertos, a que yo asistía dentro de mi cajón; de otro modo, no bubiera podido sufrir uD PStruendo tal que jamás pude distinguir los sonidos.

Todos los tambores y trompetas de un ejército tocados a un tiempo junto a nuestro oído, no serían capaces de causar tanto estrépito; pero yo tenía el cuidado de encargar que colocasen mi cajón distante de los señores músicos: cerraba bien todas las puertas, echaba las cortinas, y con esta precaución no me parecía la orquesta tan desagradable.

En mi juventud me había dedicado un poco al clavicordio. Glumdalclitch tenía uno en su cuarto, donde le daba lección un maestro que acudía dos veces en cada semana. Ocurrióseme un día la idea de divertir a los reyes ejecutando un aire inglés sobre este instrumento; pero hallé suma dificultad, porque su longitud era de cien pies y cada tecla de un pie de anchura, de suerte que extendiendo bien los brazos apenas alcanzaba cinco teclas, y para hacerlas sonar tenia que emplear toda mi fuerza a puño seco sobre ellas. Preparé dos palos del grueso de un garrote ordinario, cubriendo el un extremo con piel de ratón delante mandé poner un banco, subí encima, y corriendo por aquella especie de cadalso con toda la ligereza imaginable, descargaba los garrotes sobre el teclado, y así consegui tocar una danza inglesa a entera satisfacción de Sn Majestad; mas no puedo menos de confesar que jamás tuve que hacer un ejercicio tan violento y penoso.

El rey que, como he dicho, era un príncipe de mucho espíritu, hacía que me llevasen frecuenteinente a su gabinete dentro de mi jaula. La ponían sobre su bufete, y después me mandaba que saliese y me sentase en mi silla al nivel de su cara. En esta dis-