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bastante temor al principio, porque la navaja era casi dos tantos más larga que una guadaña. No consentía Su Majestad esta operación más que dos veces en la semana, según la costumbre del país. Ocurrióme la idea de pedir al maestro algunos despojos de la barba de Sn Majestad, y habiéndomelos dado, tomé un pedacito de madera, le hice muchos agujeritos a una distancia igual con una aguja, clavé en cada uno un pelo de la barba con suma destreza y me proveí de un peine, que me hacía bastante falta, porque el que llevé estaba ya muy estropeado y casi inútil, sin haber podido encontrar en todo el país un artesano capaz de hacerme otro.

También me acuerdo de otro entretenimiento que me propuse por aquel tiempo. Encargué a una de las camareras de la reina que recogiese aquellos cabellos más finos que cayesen de la cabeza de Su Majestad cuando la peinasen. Junté una cantidad considerable, y consultando al ebanista que tenía orden de hacer todas las obras menudas que yo le mandase, le di mis instrucciones para que me fabricase dos canapés del mismo tamaño que los que tenía en mi cajón, y que después con una lezna fina les abriese muchos agujeritos todo alrededor. Luego que estuvieron armados, tejí el fondo con los cabellos de la reina, pasándolos por los agujeros, y formé dos canapés semejantes a los de junco de que nos servimos en Inglaterra. Tuve el honor de presentarlos a la reina, que los puso dentro de una papelera como una cosa curio- sísiina.

Quiso hacerme sentar en uno de ellos, pero yo me excusé, protestando que no era tan insolente y temerario para profanar así unos respetables cabellos que acababan de adornar la cabeza de Su Majestad. Lo que sí hice fué tejer un bolsillo de los cabellos sobrantes de dos canas de largo, pues tenía bastante ingenio para la mecánica, le puso el nombre de la reina en