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sin escucharse; la confusión llego a ser jeneral. Unos hablaban Araucano, otros Pampa, otros se interpelaban en la lengua ruda de los, Tehuelches. Se hubiera dicho que quebraban nueces entre los dientes. Al fin los mas eruditos ponían en relieve sus conocimientos en la castilla, como suelen ellos llamar a la lengua castellana. Las mujeres no se quedaban ociosas. La mujer de Agustín cantaba palabras inintelijibles en un tono monótono i lento. Su hija aprovechaba la vecindad de Lenglier, que es mui fumador, i la ebriedad de su madre, para entregarse sin reserva a las delicias de numerosas cachimbas que su vecino se esmeraba en no rehusarle. En tanto, yo permanecia impacible i seguia modulando diferentes tocatas en mi flageolet, sin que los bárbaros manifestasen la menor emocion por los acordes de mi sonoro instrumento, que interpretaba sucesivamente los mejores trozos que el dios de la música inspiró a Meyerbeer i Rossini.

Ebrios los indios sé pusieron a fumar. Una pipa bastaba para una docena; cada uno echaba dos o tres pitadas i se tragaba el humo. Pera el dueño de la pipa nunca se separaba de ella; la presentaba apretándola fuertemente entre los dedos, si la hubiera dejarado un rato, no la habria visto mas. Al fin, al cabo de una hora, la orjia había llegado a su apojeo. El viejo Huincahual, creyéndose en medio de un numeroso parlamento, hacia discursos magníficos que nadie escuchaba; Inacayal se había juntado con Celestino i Gabino, trataban de altas cuestiones de política, relativamente a la actitud que debian tomar los indios para con el Gobierno de Buenos-Aires. Agustín contemplaba a su mujer, cuya voz principiaba a faltarle en la garganta, i que la reemplazaba por el movimiento de dos grandes brazos, que parecian pertenecer a un telégráfo aereo. Su niña absorbía el humo del nicotiana-tabacum; Bonifacio i otros para agradar a Inacayal, me hacían mucho cariño, llamándome hermano i envolviéndome la cara en sus mugrientas huaralcas. Los perros, excitados por el bullicio jeneral, aprovechaban la inatencion de todos, para robar lod pedazos de carne colgados en los toldos, mezclando sus ladridos a los clamores de los indios; hasta los gallos i gallinas, todos estaban en revolucion. En fin había una cacofonía, como no se debió haber visto nunca en el arca de Noé, cuando todos los habitantes con pelo i pluma, ejecutaban sus monstruosos conciertos. Como mi equipaje estaba en el toldo del tio Jacinto, desamparado de sus dueños, a cada instante me iba para dar una ojeada, a fin de que algún indio distraído no fuese a cometer una sustracción. Ya el viejo Huincahual habia ejecutado su sabio movimiento de retirada. Se habla ehado a