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tropilla se refocilaba entre el hermoso pastizal de la vega y el agua fresca y clara, corría serpenteando con rumbo al Este.

Instalados en las carpas, cuyas sogas habían sido atadas á los robles, me acordaba de marchas terribles que en otros viajes hice por regiones áridas, en que el mayor problema, era encontrar agua, teniendo que pasar largas noches heladas, tratando en vano de recuperar el calor al abrigo de las hogueras hechas con pasto.

La loma en que estaba el campamento, como en general, todas, tenía su origen al Oeste, disminuyendo en dirección al mar, cuyo rumor nos llegaba por entre la vega, que, siguiendo al mismo rumbo, nos permitía ver el azul lejano de las aguas—¿Y si hubiésemos costeado la playa y entrado por la vega?—Creo que hasta con rodados hubiéramos podido llegar, pero, y la marcha al Sudoeste?

Antes de partir al siguiente dia, tomé la circunferencia de los robles, que me dieron un término medio de 0.15 y 0.20 centímetros de diámetro.

Eran algo mayores, pero inexplotables por su forma.

Antes de que el sol saliera, envié al indio Pedro en busca de camino y me trajo la noticia de que la vega se prolongaba por algunas leguas al Oeste y que suponía que si la recorriamos, podríamos dar la vuelta al cerro á cuyo pié estábamos acampados y cuyo bosque no permitía el paso de los cargueros, á no ser que abriéramos camino á machete.

Aún era la madrugada, cuando listas las cargas, montamos á caballo.

Ni el menor soplo de viento agitaba las hojas de los árboles. Tierra del Fuego parecía estar dormida.

Era profundo el silencio y la soledad, apenas perturbada por el ruido de las gramillas pisadas ó por el grito de algún gendarme que animaba á los animales rezagados.

Ibamos siempre al Oeste y las arboledas que costeábamos abrían el paso, aproximándose á uno y otro lado hasta los 30 metros y otras veces ensanchándola hasta los 300.

Algunos guanacos, nunca molestados allí por el jinete, se detenían en grupos de cinco ó seis. dejando que la caravana se aproximara, pero como si adivinaran, cuando ya iban á quedar á tiro de carabina, el macho reliuchaba ordenando la retirada y desaparecían entre los árboles.

A las dos horas de camino, la vega quedó circundada de árboles; me adelanté en busca de su salida y no había audado veinte metros, cuande tuve que sofrenar de pronto, ante el terreno, que bruscamente inclinado, bajaba al Oeste.

No había de ser la única vez que este suelo caprichoso debía sorprenderme. El terreno que seguíamos, había ido subiendo insensiblemente, disimulado por las lomas y los bosques que en todas direcciones se dilataban, y allí, dislocada completamente, me presentaba una pampa cuyos límites opuestos eran lomas también y más lejos, montañas azules. Mis compañeros cuando llegaron, quedaron admirados.