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a Muchas veces, tanto en los bosques del Chaco y Formosa, en las desoladas cordilleras y aquí en la tierra de los onas, he pensado en la guerra inclemente que hemos hecho al indio, guerra injusta, cuando se considera que á él era á quien asistía el derecho de defender su antigua propiedad, perdida paso á paso, por el irresistible poder de las razas superiores.

¿Por qué lo destruimos? ¿No puede ser él, acaso, aún hoy, un buen colaborador de nuestro desenvolvimiento? ¿no lo ha sido, una vez dominado, sirviendo en nuestros ejércitos y establecimientos rurales?

Estados Unidos, la nación de los grandes ejemplos, nos lo dió á nosotros, bien hermoso por cierto, destinando un pedazo de su tierra para propiedad de los Pules rojas. Si nosotros, en Tierra del Fuego, destinaramos un pequeño retazo para que en él vivieran los pocos indios que quedan libres, dándoles la seguridad de no ser molestados, no haríamos más que cumplir con un deber de estricta justicia, obteniendo con él la tranquilidad de las estancias que hoy se desarrollan tan rápidamente en aquel territorio nacional, y justificando así, con un acto humanitario, cuanto castigo se aplicara al indio por los robos de ovejas, que posteriormente efectuara.

El indio ona, no es un indio peligroso como se le supone. Todos sus actos buenos ó malos están justificados racionalmente; puede ser un buen colaborador, como lo es en las misiones salesianas de Tierra del Fuego y en otros establecimientos.

Pobres onas!... Cabe repetir la frase del escritor inglés... Son las últimas hojas, de un Otoño que se acaba! »