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Terminada esta, tan difícil cuanto decisiva prueba, el jóven ha terminado el aprendizaje de hombre como todos y por lo tanto tiene iguales derechos.

Cuatro ó cinco veces en el año se hacen las fiestas de baile.

En un claro del monte se enciende una gran fogata que debe arder mientras dure la fiesta; un muchacho ó un hombre se para junto á ella, en derredor se toman los hombres, pasándose los brazos unos con otros, y giran rápidamente, cantando, hacia la derecha.

Las mujeres hacen el círculo exterior, pero no presentan el frente al fuego, sinó el costado izquierdo, tomándose de los codos de la que lleva por delante. Cerrado así el círculo, giran en torno del fuego hombres y mujeres, esforzándose en marearse las unas á los otros.

Este baile dura toda la noche; si hay bebida se bebe, si hay carne se come; pero la embriaguez frecuentemente no tarda en llegar á estas fiestas, y los hombres ruedan en asqueroso monton, convirtiendo en repugnante aquella escena que en el májico escenario tenía evocaciones de horas druídicas, en las danzas bajo los muérdagos sagrados, á la luz de la hoguera y de la luna, Otra ceremonia que también se hace, aunque no tan importante, es la del matrimonio.

Es un simple trueque. Cuando el indio desea casarse tiene que pedir la novia á la madre, cambiándola por bastante comida ú otra cosa.

Desde que se casan, los padres no lo miran más, y si por casualidad se encuentran con él, dan vuelta la cara inmediatamente. No se tratan como enemigos, pero esta es la costumbre.

El hombre no se conforma con una mujer. Puede tener cuantas quiera y pueda, parientes, criaturas de diez años, ó viejas que apenas pueden arrastrarse.

El debe proveer á la familia de alimento; sus mujeres, en cambio deben cuidarlo. No sería extraño que este mormonismo fuera una consecuencia de la desaparición rápida de los onas.

Él guía y abre el camino en la pradera ó en el bosque, vigila, lucha, y hasta muere por sus nujeres defendiéndolas.

Muchas veces lo he visto cruzando aquellas tierras, erguido siempre cual granadero. á gusto de Napoleón, con la mirada fija al frente, envuelto en su capa de guanaco, con los brazos recojidos sobre el pecho y las manos ocupadas con el arco y las flechas, simpre listas para herir.

A paso acompasado, iba delante de la familia; media docena de perros le seguían, flacos, guanaqueros ó cazadores de coruros, guardianes ó ladrones de ovejas. Detrás las mujeres y los hijos. Las mujeres agobiadas por la carga, pues que, nómadas, porque así las hizo el escenario, vau de uno á otro lado como el caracol, con toda la casa y el ajuar á cuestas. Y, en realidad, la casa no es mucho; cinco ó seis varillas de 1,50 á 1,80 centímetros de largo, y unos cuantos trapos, eso es todo.

Pára las varillas entre los arbustos, tiende en ellos los pedazos de trapo que posee, hace un pequeño fogón teniendo cuidado de poner los palitos ó leñas lo más parados que le sea posible, para no hacer mucho