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terna las lamidas del asado, con engullidas de piojos que las chinas se sacan para regalar con ese bocado al estimable faldero!

Nuestro círculo, alrededor del asado, se compone, además de los dueños del toldo y de sus hijos, del viejo Kaikokelteish, del gigante Collohue, de su mujer, una especie de bruja a quien le hemos dado el apodo de «la Silvestre» por el inmenso matorral que representa su cabellera, y Zamba, desgraciada india, de aspecto repugnante por estar desfigurada por la caries sifilítica que le ha consumido la nariz.

Buen espectáculo para prepararse a almorzar!... Pero los viajeros se acostumbran a todo, y haciendo abstracción mental de los pelados, de la suciedad del toldo y de sus habitantes, diré que el asado satisfizo nuestra hambre, ya poco exigente sin embargo, después de los paliativos que nos han proporcionado esas escenas.

A costa de empeños y regalos, puedo conseguir que María me alquile un caballo, por cierta cantidad de azúcar y yerba; pero tengo que solicitar del pelado, tan estimado de ella, y ya tan odiado por mí, su consentimiento, y esto con la mayor seriedad posible, para que me ceda uno de los suyos.

No sé cómo comprende el perro la importancia del ruego, pero su propietaria asegura que accede con tal que se lo pague bien. Según ella, este pelado es muy rico, es dueño exclusivo de cuatro caballos, dos vacas y un toro, lo que constituye la mayor fortuna que hay en la tribu, pues en toda el ganado vacuno se compone de tres vacas, el citado toro y un ternero.

El alquiler de los otros caballos no se puede conseguir en el toldo de María y tengo que ir a solicitarlo de los indios propietarios en sus respectivas chozas, pues así lo prescribe la etiqueta.

Para hacer esas visitas a los otros toldos, para