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cimiento galante de la buena india la hubiera desagradado, porque no habría podido hacer efectivos los deberes que le impone la hospitalidad. Según ella, el guanaco que ha boleado García está flaco y lo da a los perros, sin pedirnos nuestro consentimiento.

Chora, otra hija de María, colocó delante del toldo, sobre las brasas del fuego, que se alimenta casi perpetuamente, un asador conteniendo un gran trozo de carne de caballo, de apariencia espléndida y cuya vista era un deleite para indios y cristianos. María se encargó de hacer un puchero de avestruz, en un tarro de pintura vacío, que había destinado para olla.

El hambre, acostumbrado ya a no revelarse sino cuando hay con qué satisfacerlo, principiaba a despertar ante el olor del asado, cuando los perros hambrientos, que hasta entonces habían permanecido a cierta distancia, gozando de las emanaciones del futuro almuerzo, y esperando impacientes que se les tiraran algunos huesos con qué atenuar su apetito jamás satisfecho, se tomaron en pelea con los del toldo inmediato, con los que viven en enemistad continua, apurados por la necesidad. En la furia del combate, voltearon asado y puchero, que fueron a caer entre los desperdicios que rodean al fogón. Los encargados del almuerzo recogen los pedazos de carne y los colocan nuevamente en sus respectivos adminículos culinarios, después de limpiarlos con un asqueroso cuero de guanaco.

Sólo los pelados, esos perros de aspecto repulsivo que conocemos, fueron admitidos y se encargaron de espumar, con sus lenguas, el puchero, lamiendo de cuando en cuando el asado, que en las brasas concluía de condimentarse; así, se producía una escena desagradable para un blanco, y que pasa desapercibida ante el sucio dueño del toldo. Pero esto no es todo! El pelado preferido de María al-