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otros, y que era el crédito de nuestra colección, digo nuestra, porque entonces tenía de socios a mis dos hermanos, quienes me cedieron algún tiempo después su parte en ella. Ese ídolo era dig­no rival de un «Oso trabajado en marfil de morsa por los esquimales» de la misma y en alto grado dudosa autenticidad, y que mi primo y colega E. L. Holmberg guardaba con respeto casi religioso. Este era el objeto de mayor valor de su importan­te colección que entonces cabía, holgada, en una caja de madera, que antes de servir de salón de museo, había contenido una gorra de señora.

El Dr. Germán Burmeister, el sabio director del Museo Público, también tuvo la bondad de interesarse por nosotros, haciéndonos algunos rega­los de minerales insignificantes, y sin darse por aludido, una vez que uno de mis hermanos le pi­dió inocentemente el magnífico brillante en bruto de la colección del Museo. Su bondad llegó hasta el punto de visitar repetidas veces lo que llamaba «mis colecciones», subiendo, inválido como es, los setenta empinados escalones de un mirador.

Llegada la época de la fiebre amarilla en 1871, durante mi permanencia en el campo, principió mi verdadera prosperidad. La laguna de Vitel y el arroyo del mismo nombre me suministraron riquezas paleontológicas, dignas de figurar hasta en los museos más ricos del mundo.

En 1872 el envío hecho por un amigo, residente en el Carmen de Patagones, de algunos objetos considerados muy importantes por personas com­petentes, me decidió a llevar a cabo mi primer viaje a la Patagonia.

Mi imaginación exaltada con la vista de esas adquisiciones, me prometía abundante cosecha en los arenales del Sur. Corto fué el viaje, pero pro­vechoso. Los paraderos y cementerios cuya exis­tencia había revelado Strobel, me suministraron