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A la claridad de la noche, pues la tormenta prevista se ha disuelto,—y envuelto en mi quillango, trepo al cerro inmediato y más elevado de los alrededores, que domina la región. Desde él se abraza el panorama del cielo, del continente y del océano. Es el modo más digno de principiar un nuevo año, corta etapa de nuestra vida.

La calma y el silencio reinan también en la alta meseta; uno que otro grito de águila o de cóndor desvelado lo rompe, y en el bajo se apagan ya los últimos fulgores de la hoguera, a cuyo alrededor, negras sombras diseñan los compañeros que duermen y los perros que velan atentos. En lo alto, un bello cielo, claro, estrellado, permite extasiar la vista en el encantado paisaje de los mundos del firmamento.

El espectáculo es espléndidamente bello, pero triste; predispone a la contemplación de la naturaleza, y arrastra hacia ella el pensamiento.

Enero 1.° de 1887.—La obscuridad del firmamento disminuye, anunciando la aparición del nuevo día, cuando bajo a descansar a mi sencillo lecho.

Horas después en seguida de desearnos, casi a un mismo tiempo, «un buen año», para los que queremos y para nosotros, nos ponemos en camino.

El rumbo es recto al oeste, dirección siempre deseada por mí; adelantamos por entre las colinas que en las cartas geográficas figuran con el nombre de Cadena del León. El sol ya alumbra y la naturaleza se anima; vuelven los avestruces y los guanacos a vagar en tropas, y con el calor de la mañana, que promete un medio día ardiente, aparecen numerosos insectos.

A medio día cruzamos una meseta llana elevada, desde la cual se distinguía los cerros lejanos del río Chico, y donde disparan inmensas tropillas de guanacos. Una de ellas cuenta quizás más